Trabajar en la contratación a gran escala nos obliga a tomar decisiones cada día: entre la urgencia y el rigor, entre la presión por entregar rápido y el deseo de hacerlo bien. Hablamos mucho de eficiencia, productividad y optimización. Pero rara vez hablamos de lo que está en el centro de todo: las personas. Y aquí es donde entra en juego la calidad, no como etiqueta o KPI, sino como compromiso.
La verdad es que cualquier operación de contratación sólo será eficaz si es coherente en primer lugar. Si tiene procesos claros, equipos alineados, comunicación transparente y capacidad de adaptación. Pero nada de esto sustituye a lo esencial: escuchar con atención, respetar el tiempo de los demás y seguir siendo exigente incluso en los momentos de mayor presión.
La calidad no se garantiza con fórmulas. Se construye cada día en la forma de comunicarse con un candidato, de ajustar las expectativas con los clientes, de decir "todavía no" sin que suene como un "no" definitivo. Y eso requiere algo poco frecuente en las operaciones: presencia. Estar presente. Ser responsable de las promesas hechas.
A lo largo de mi experiencia, he aprendido que la eficiencia no sólo significa hacer más con menos. Significa hacerlo mejor con conciencia. Optimizar los procesos, sí, pero sin deshumanizar. Integrar la tecnología, por supuesto, pero sin perder el toque humano. Automatizar pasos, pero sin renunciar al pensamiento crítico.
Es en este equilibrio donde encuentro el verdadero sentido del servicio: cuando conseguimos mantenernos centrados en los resultados sin olvidar que detrás de cada CV, de cada solicitud urgente, de cada SLA, hay una historia, una decisión vital, un paso adelante o una oportunidad aplazada.
Creo firmemente que la calidad en la contratación se mide por los indicadores, pero también por la confianza que se construye, la reputación que se consolida y la forma en que la gente vuelve a nosotros. Y esta es quizá la métrica más difícil de todas: que te recuerden no solo por cumplir, sino por cuidar cómo lo haces.